Las
noches de Sevilla siempre son misteriosas. El olor del Guadalquivir inunda
constantemente las estrechas callejuelas, cargándolas de un pesado atisbo de aventura.
Pero aquella noche en especial los
aromas de las mercancías traídas de las Américas le resultaron demasiado
intensos al cruzar corriendo la fachada del Archivo de Indias. El ruido de los
ratones que correteaban por las andrajosas esquinas le era muchísimo más
perceptible. Aquella noche todos sus sentidos estaban agudizados. El sonido que
hacían sus pies descalzos al tocar el suelo, el repiqueteo de las monedas que colgaban de su cintura,
rodeándola de un indeseado rastro sonoro. Pero ella sabía escabullirse,
esconderse, hacerse una sombra. De hecho, la mitad de su vida se había basado
solo en eso.
Sin dejar de correr se desató el fino
pañuelo de la cintura y envolvió con él aquello que se deslizaba entre sus
manos sudorosas. Aquello por lo que corría.
Tras cruzar la plaza del Archivo volvió
a hacerse invisible entre los callejones de la ciudad. La constante agitación
que le acosaba le impedía dejar de mover los pies. Cada vez que veía un soldado
de la Guardia Real le daba un vuelco el corazón, porque aunque ellos jamás
averiguaran por qué huye, una gitana corriendo nunca es de fiar en esta España.
Pero había otros
que la buscaban, y lo único que le distaba de ese final, era el tiempo. Un
tiempo demasiado escurridizo.
-¡Está ahí! ¡Cogedla!
Sus piernas temblaron al escuchar la
conocida voz. Y no pudo reponerse del tropiezo. Cayó al suelo hecha un ovillo.
Su poco peso, sus delgados huesos y su poca carne apenas sonaron mientras su
mente se debatía entre el miedo y la inconsciencia. Entre rendirse o seguir luchando.
Echó a correr como un rayo, todo lo que
le permitía su cuerpo, ágil y ligero, aunque quizá no lo demasiado veloz como para
escapar al destino.
La cabeza le daba vueltas y la
adrenalina ya no ayudaba a atenuar el cansancio físico. Pero por fin vio su
salvación. El puerto.
Las carabelas se erguían imponentes,
envueltas en la oscuridad. Parecían pájaros dormidos, con sus coloridos adornos
apagados y sus alas, las que en su vuelo empuja el viento y que ahora se
recortaban blancas contra el oscuro cielo, recogidas hasta la alborada. Sus
sentidos se habían embotado, porque ni siquiera oyó el balazo. Pero su hombro
sí que sintió como le rasgaban la piel, como su sangre se derramaba.
Ya estaba en el muelle, y antes de
dejarse caer, saltó al río. Aun podría intentar perderse entre los recovecos de
la orilla. Podría morir antes que la encontraran, y así la pequeña llave dorada
que llevaba envuelta en su pañuelo se perdería para siempre con ella.
-Encontradla. Aunque esa gitana se
esconda, no podrá ocultar el rastro de su sucia sangre.
Soledad no pudo dejar de asombrarse. Era
la voz de su hermano.
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