La sangre se
aclaraba a medida que se mezclaba con el agua del río.
Las voces
seguían retumbando a su alrededor, a través del muelle. El pañuelo empapado
entre sus dedos era lo único que seguía siendo coherente. Las sombras se revolvían
en su mente, y no estaba aun tan perdida como para no sentir el dolor lacerante
en su hombro y no entender lo que significaba. Ya debía estar cerca de morir,
porque su mente desvariaba. Le pareció oír la voz de Eduardo junto a su oído, y
sus brazos rodearla con ternura, sacándola poco a poco del lugar en el que estaba
ahogándose. Alargó su mano hacia aquel bello rostro, y sintió el tacto de su
mejilla, rasposa. La muerte era mucho más real y apetecible de lo que jamás
habría imaginado.
-Soledad, deja
de decir estupideces, no estás muerta. Vamos, tenemos que salir de aquí.
Se
dejó arrastrar por él, sin fuerzas para mover ni un solo palmo de su cuerpo.
-Tu hermano me
ha dado un susto de muerte. El cabrón tiene puntería.
-No
entiendo por qué está haciendo todo esto. Aunque el Marqués se saliera con la
suya no dejaría vivo a José, sabe demasiado.
Eduardo la sacó
del agua, y llevándola en brazos se acercaron al lugar de donde procedían las
voces.
-Espinoza
ya ha empezado el juego. Y Salar y Garduña no tendrá más remedio que seguirlo.
Se batirán en duelo.
*
-Pronto la
guardia vendrá al alboroto y no lo dejará pasar como una simple pelea de
taberna. Y no te conviene, Joaquín de Salar y Garduña. El problema es entre
nosotros.
-Qué más da
Espinoza. Que hayas vuelto de entre los muertos no significa que vayas a estar
mucho tiempo lejos de ellos. Así que solucionémoslo cuanto antes.
-Al igual que
los cobardes nunca dejarán de ser cobardes. Yo no olvido, Salar. Y tampoco
perdono. Pero en eso estamos de acuerdo: démonos prisa. Mi padrino- mencionó
Espinoza, señalando a Eduardo.
-El mío-le imitó
Salar, cogiendo a José bruscamente de la sucia camisa.
*
El disparo
resonó en el temprano amanecer.
Segundos más tarde un cuerpo se desplomó
en el frío suelo. Solo un gritó resonó en el aire. Pero no un grito de alegría,
de alivio, ni de dolor. Un grito de rabia. Y no precisamente de la persona que
yacía en el suelo, sino del que había apretado el gatillo.
*Días
más tarde:
La brisa del Atlántico les azotaba en la
proa del barco. Soledad abrió los ojos lentamente, cegada por la luz del
límpido sol. A su vera reconoció a Eduardo, que la observaba fijamente, y poco
más lejos a Espinoza, que agarraba a una bella mujer por el costado, asomados a
la baranda.
-¿Qué ha pasado?- preguntó débilmente. A
sus cuerdas vocales le costó bastante encontrar su voz, como si llevara semanas
sin pronunciar palabra. Y quizá así fuera.
- Tras el duelo, Espinoza recogió la
llave que llevabas en el pañuelo y corrió a liberar a mi madre, su testigo.
Pero tú morías, y no había tiempo que perder. Así que Espinoza cogió todo el
oro que pudo de la mansión, oro que verdaderamente le pertenecía. Pagamos un
barco hacia América y un médico que ha venido con nosotros. Los somníferos te
han mantenido inconsciente durante unos días, pero ya estás curada. Solo tienes
que reposar. Tu hermano tuvo buena puntería, aunque pudo haber sido peor.
Soledad se incorporó sobresaltada.
Aunque se mareó tanto que tuvo que volver a recostarse sobre los mullidos
almohadones.
-Mi hermano no es como creéis. No
nos traicionó. Él le quitó la llave al Marqués y me la dio cuando debía
registrarme. Después me dejó huir. Podría haberme matado si hubiera querido, si
me dio en el hombro fue para seguir con la farsa. Dios, ¿qué ha sido de él?
¿Sigue vivo?
-¿Preguntas por mí hermana?-José se
acercó a ella y la sumió en un abrazo. Cuando la soltó ésta se percató
horrorizada de la larga cicatriz aun fresca que recorría el descubierto brazo
de José, cubierto en algunas zonas por una venda manchada de un oscuro color
vino. Soledad los miró sin entender.
-Tranquila, tan solo es un pequeño
arañazo. Cuando entramos a por el oro y a por la madre de Eduardo, no fuimos
tan sigilosos como hubiéramos deseado. Y por suerte lo que aquel guardia
encontró a mano fue una espada, y no un fusil.
Ella se tapó la boca espantada al
fijarse en las oscuras manchas que se transparentaban, continuando por debajo
de la camisa, sobre el pecho de su hermano.
-Yo me quedé contigo, y José fue con mi
padre.
-¿Cómo no desconfiasteis de él con lo que
había hecho? ¡Vosotros no sabíais nada!
-Salar y Garduña murió en el duelo-
le aclaró Eduardo-. José le entregó el arma sin cargar.
-Aunque a mí no me hiciera ninguna
gracia. Yo quería un duelo justo. Quería sentirme liberado de esa carga.
-No merece la pena que te preocupes
por él- se volvió Eduardo hacia su padre-. Olvídalo y pasa página Espinoza. No
le debes nada. Ya no hay deudas pendientes.
Es
inexplicable como nuestra conciencia nos impone penitencias. Metas basadas en
los recuerdos, en el dolor, en los remordimientos. Nos ata con estereotipos y
prejuicios que lo son todo, porque sin ellos, nada tendría sentido. Y cuando
uno se libera de todo eso, del odio y de la ansiedad por conseguir aquello que
se propone el ser humano como motivo de su existencia, nos quedamos vacíos,
libres para entender el mundo con otros ojos. Para no mirar más al pasado,
hacer borrón y cuenta nueva.
Espinoza
volvió el rostro al sol poniente. Tenían razón. Ahora no tenía ninguna deuda
pendiente.
Una
nueva noche se acercaba, que daría paso a un nuevo día. Un nuevo día en el
Caribe. En su América, la tierra de los soñadores.
-Echaré
de menos a España. Siempre la echaré de menos. Pero creo que me acordaré
bastante poco de ella.
Porque
lo que no sabía Salar y Garduña, lo que solo conocieron Espinoza y su india,
era que la mayor parte del gran tesoro que no pudieron cargar en su pequeña
Carmen, les aguardaba en Santo Domingo, esperando a su descubridor.
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