*Días
antes:
Aquel
hombre era justo lo que estaba esperando. Su pierna cojeaba, y bajo la oscura
capa que le cubría el hombro derecho podían verse las vendas de un cabestrillo
que le envolvía el brazo. Una fina y larga cicatriz le cruzaba el rostro, desde
la mejilla a la ceja, oculta en parte por una barba de varios días y por el
sombrero de ala ancha. Bajo ese rastro de polvo y sudor seco que cubría su tez
se adivinaban unas facciones distinguidas.
Aunque ellos aun no lo supieran, se llamaba Roberto Espinoza.
-¿Has visto eso?
El susurro triunfal de José en su oído
le hizo estremecerse. Definitivamente, era su día de suerte. Aquel hombre
llevaba una bolsa, pequeña y bien cerrada, colgada del cinturón. Entre los
pliegues de la ruda tela sonaba el inconfundible sonido del oro al chocar.
Ella comenzó a acercarse según lo
planeado. José desapareció.
El hombre paró su pesado andar y le
dirigió la vista. Para desconcierto de la gitana, no reaccionó como todos
aquellos con los que solía tratar. Sus oscuros ojos la examinaron sin reparo,
como si no le detuviera ninguna barrera física para adentrarse en su mente y
saber lo que estaba pensando. Y saberlo todo.
- Caballero, puedo ver su futuro, saber
su pasado y tejer su presente.
Soledad
le cogió la mano sin esperar respuesta. La tenía estropeada, como la de tantos
marineros que habían pasado por su ojo avizor. Había aprendido a distinguir mucho
de cada persona. Y aquel hombre había sido marinero. Sus manos tenían la marca
del mar. Y de los años. Aunque realmente parecía mucho más joven de lo que sus
ojos decían. Y tras media vida comprobando como miente el ser humano, siguiendo
siempre los mismos patrones, los mismos motivos, era fácil adivinarlo.
-Disculpe señor, ¿una limosna?
El muchacho de piel morena y ojos
verdosos que se les había acercado podría ser poco mayor que ella. Un muchacho
muy parecido a José.
Segundos después, todo había cambiado.
José tenía una navaja castellana apoyada en la mejilla y sus brazos se
retorcían tras su espalda, envueltos por la otra mano de aquel caballero.
Técnicas demasiado expertas para un simple marinero.
Soledad tembló al ver la punta de la
daga hundirse ligeramente en la piel de su única amistad. De su única familia.
-No
le haga daño, por Dios.
Espinoza pareció atisbar sus miradas
preocupadas y entre carcajadas soltó a José.
-¿De verdad creéis que no sabía lo que
iba a suceder? Pero si sois idénticos. Es evidente que sois hermanos. Hasta
ahora debéis de haber tratado con hombres o muy confiados, o verdaderamente
torpes. Por cierto muchacho, ya es hora
de me devuelvas ese saco.
José, desconfiado, le hizo caso y
después retrocedió junto a Soledad, salvajes pero precavidos.
-Os
tengo una propuesta con la que podríais haceros ricos. Conoceréis al Marqués de
Salar y Garduña.
*
Las puertas del palacio se abrieron ante
ellos. Los mármoles traídos de Asia, la madera africana y las alfombras de
Persia se combinaban con un fuerte olor a especias de la India. La luz del
patio de azulejos sevillanos los recibió junto al sonido de la fuente y a los
detalles moriscos.
La
sirvienta les acompañó hacia unas puertas de roble altas hasta el techo.
El
despacho era como un puzzle reducido de la casa: con piezas de decoración de
todos los rincones del mundo. Y el Marqués de Salar y Garduña vestía y poseía el mismo porte de exagerada elegancia
que rezumaba la habitación.
-Contadme.
-Señor, como su sirvienta le habrá
contado, soy una de las adivinas más célebres de todo Sevilla, y en estos días
no he dejado de tener premoniciones sobre usted y su pequeño secreto. Pero para
ahorrarle a su eminencia disgustos, debería leerle la mano.
Soledad cruzó los dedos. Ojalá a José le
diera tiempo de robar bastante, antes de que le preguntara por ese secreto que
no sabían. Sus ojos brillaron, misteriosos como siempre. La sonrisa del Marqués
tembló un instante, pero tras calcular que no le resultaría ninguna gran
pérdida, ésta volvió a su lugar acostumbrado de agradable suficiencia. Con un
gesto de Soledad, José se dirigió hacia los amplios ventanales que daban a la
fuente y de varios bruscos tirones sumió la habitación en penumbras.
Soledad cogió su mano y comenzó a trazar
las líneas de su rasgada piel. Eran manos extrañas para un Marqués. No eran
suaves o grasientas, como se imaginaba, si no que estaban llenas de grietas y
cicatrices, rastros de un trabajo duro y continuado, un trabajo cercano al mar,
cuya sal abre los poros y raya la piel. Una mano que no pudo evitar recordarle
la de Espinoza.
Soledad apenas se percató de la sombra
que se cernió sobre el Marqués, quien se derrumbó sobre el escritorio
manchándolo de sangre, con una navaja clavada en la espalda.
-¡Dios!-gritó
Soledad echándose hacia atrás.
No estaban solos. Junto a la otra
ventana les dio tiempo a reconocer la sombra que huía. Era Espinoza. Sus
miradas se encontraron un instante antes de que se perdiera tras saltar por el
balcón cerrado, rompiendo en diminutos añicos el amplio ventanal.
*
Dos segundos más tarde, durante los
cuales solo fue consciente de la presión de la mano de José en su brazo mientras
tiraba de ella, escucharon el sonido de su salvación.
Un muchacho de unos veinte años los
llamaba en susurros desde una pequeña puerta medio oculta. Cuando se cerró tras
ellos, Soledad comenzó a despejarse. Aunque la tensión no era peor que la ira
que la inundó.
-No
hay tiempo. Si seguís por esas escaleras llegareis a la calle de atrás. No os
descubrirán si sois lo suficiente rápidos en alejaros de aquí.
*
La noche había vuelto a ponerse
sobre Sevilla. Las calles animadas y llenas de transeúntes acababan de adaptar
sus atracciones a otro tipo de público. Al cruzar una esquina, dos personas
envueltas en unas extrañas capas agarraron a Eduardo, atenazándolo como si
tuvieran pinzas en vez de manos. Cuando la luz de un pequeño candil que colgaba
de la pared iluminó lo suficiente como para distinguir los rasgos felinos de
sus rostros y sus ojos de un verde idéntico, clavó los pies en seco.
-Eh,
¿qué se supone que estáis haciendo?
-Tú
nos salvaste. Tú nos sacaste del palacio. Nosotros no matamos al Marqués.
Tienes que ayudarnos.
Eduardo los contempló en la penumbra que
inundaba el callejón. A José le brillaban los ojos, amenazadores. La gitana
tenía el pelo enmarañado, cayendo sobre su rostro en una cascada salvaje, y sus
cejas se inclinaban haciendo pensar que de negarse no le esperaría nada bueno.
Pero había algo en sus miradas que lo descolocó. En sus ojos había orgullo, un
orgullo que lo da la supervivencia dolorosa del que solo se tiene a sí mismo,
del que siempre ha salido adelante. Ese orgullo que se forja en el alma, que
hace que duela no valerse por uno mismo, que duela necesitar a alguien ajeno.
Ese orgullo que demuestra que si estaban allí, pidiendo ayuda, era porque
estaban tan perdidos y tenían un miedo tan grande que no se atrevían a
sobreponerlo a la vergüenza que aquello les causaba.
-¿Nos ayudarás?-le preguntó la
muchacha.
*
Los
habían encerrado en la Cárcel Real. En cuanto entraron la separaron de José. Mujeres
por un lado, hombres por otro.
Cuando
la noche llegó no sabía cuánto tiempo podría llevar sin pronunciar palabra, sin
cambiar la expresión indiferente de su rostro. Desde que entró no había dejado
de darle vueltas a una sola cosa. “Hacedme caso, forma parte del plan, no os
preocupéis”. Maldito Eduardo. ¿Para qué los había sacado del despacho del
Marqués si ahora los mandaba a la cárcel?
Al
fin, todo daría igual, porque mañana al mediodía les esperaría la horca.
*
Soledad
abrió los ojos lentamente. Dio un brinco. Al otro lado de la puerta había un
hombre envuelto en una túnica, impidiendo la vista de su rostro sumido en
penumbras. Lo observó mientras abría el candado con la llave maestra.
-Gitana,
date prisa. ¿Piensas podrir tus bonitos huesos aquí en la cárcel? Vamos, me
estoy jugando el cuello por sacarte de aquí.
-¡Maldito
ingrato!-exclamó en un susurro, hirviéndole la sangre-¡Mi hermano y yo estamos
culpados de un asesinato en lo que no tuvimos nada que ver! Nos ajusticiarán
por tu culpa y encima, ¿te debemos algo?
Espinoza se acercó a ella y la
cargó sobre su hombro sin que apenas pudiera resistirse.
Dos
minutos después se encontraban a las puertas de la cárcel. Ella se dejaba yacer
sobre los brazos del supuesto monje que la sostenía, haciendo todo lo posible
porque los oficiales no se dieran cuenta del timo.
-Eh,
padre. No tanta prisa. ¿Quién es? ¿Por qué ha venido a recogerla?
-Una
pobre difunta. Su madre, que murió beata en mi convento, me pidió que cuidara
su desviación, algo que pesará en mi conciencia toda la eternidad, pues pequé
en mi promesa y no logré cumplirla. Su Señoría me concedió el permiso de
compensar mi error con honrar a la criatura en su muerte.
-Por Dios Murillo, no sea mamón.
¿A un siervo del Señor va a pedirle más explicaciones? Padre puede irse.
*
La taberna no estaba muy concurrida. Los
cuatro se sentaron en una mesa apartada.
-Os
mandé a la cárcel porque era la única forma de que Espinoza se dignara a
ayudarnos. Él no sabía que yo lo había planeado, pero sin él no podríamos hacer
nada. Y ahora tendremos que trabajar juntos, porque a todos nos interesa.
-El
Marqués no está muerto. Ahora mismo está en su mansión, dispuesto a todo por
vuestras cabezas. Pero aunque os engañara con la finalidad del plan, lo siento.
No era mi intención que os vierais involucrados de esa manera.
-
Si quiere arreglarlo, solo debe entregarse- le contestó Soledad a Espinoza,
ofuscada.
-Ojalá fuera tan fácil. Pero no puedo, porque
ya estoy muerto. Hace más de veinte años, zarpé a América, capitaneando la
Carmen. Llegamos a la isla de Santo Domingo, donde una muchacha que conocía
nuestro idioma nos contó la historia de un tesoro pirata escondido en las
colinas. Partimos en su busca, y tras meses sin éxito tuvimos que regresar.
Pero yo no me rendía. Aquella india me guió, y una tarde ya próxima al
anochecer, cuando apenas se apreciaba el color de la tierra, nos guarecimos en
una gruta angosta a esperar al día.
Entonces trasví un brillo dorado, y montañas de oro aparecieron ante
nuestros ojos.
Dos semanas después partimos rumbo a Cádiz.
Mi contramaestre, valiéndose de sucios engaños, logró un motín, y me tiraron
por la borda. Cuando abrí los ojos me encontré preso en un barco de corsarios
británicos. Me permitieron seguir con vida si trabajaba para ellos y tras
largos años regresé a España.
Lo único que había estado en mi mente todo
ese tiempo era regresar a mi tierra y saldar las cuentas pendientes. Cuando fui
a anunciarme en la armada me trataron de loco. Porque Roberto Espinoza había
muerto en alta mar. Mi contramaestre, con el tesoro, compró un título
nobiliario. Se ha hecho una personalidad bastante importante en Sevilla. Es el
Marqués de Salar y Garduña.
*
-¿Y por qué no lo denuncia?
-Bonita,
para denunciar hacen falta pruebas, y tras veinte años y múltiples cicatrices
mi cara ya no es una de ellas. Aquí hay mucho dinero y poder de por medio, los
que me han reconocido tienen miedo de identificarme. Si me seguís en esto,
conseguiré demostrar quién soy, y toda la verdad de lo que aconteció en Santo
Domingo. Una vez que el Marqués esté preso, a vosotros os dejarán en paz-.Los
tres intercambiaron miradas vacilantes, y como el que calla otorga, Espinoza lo
tomó como un sí-.De acuerdo. Será esta noche. Solo hay alguien que me
identificaría. Y Salar la mantiene prisionera en el sótano de su palacio. La
llave es una reliquia del tesoro que cuelga de su cuello. Traédmela.
*
-Yo voy.
-No digas incongruencias, esto
no es trabajo para una mujer.
La
noche hacía poco que brillaba sobre ellos, puntillada de oscuras estrellas. El
ancho palacete se recortaba, sus muros ambarinos, sobre el manto negro que lo
cubría. Pocas luces rugían mientras poco a poco se apagaban, hasta que dentro
de aquellas lindes ya no quedó ninguna antorcha prendida, ningún candil con
aceite.
-¿Nunca has escuchado eso de que
las mujeres en alta mar atraen la mala suerte? Pues pienso lo mismo de en
tierra.
Observaron
como José saltaba las rejas de punta de lanza que lo distaban del interior del
jardín sin apenas rozarse. Mientras tanto, Soledad y Espinoza seguían
discutiendo.
-Estupideces. No pienso quedarme
de brazos cruzados.
*
Los pasillos estaban vacíos. Todas las
paredes se movían con las sombras de los árboles que se deslizaban como
invitados a través de la ventana.
Soledad y José caminaron en
absoluto silencio, descalzos sobre el frío suelo de mármol, hasta llegar a unas
altas puertas de nogal blanco y bastidor de caoba.
El
Marqués de Salar y Garduña dormía plácidamente en su lecho. José se le acercó y
le colocó un cuchillo en el cuello al mismo tiempo que le tapaba la boca,
impidiéndole gritar. Soledad retrocedió. Eso no estaba en el plan.
-No fuimos nosotros quienes
intentamos asesinarle. Lo hizo Roberto Espinoza.
-Está vivo…-susurró el Marqués,
abriendo los ojos de par en par.
-Por Dios, José, ¿Qué estás
haciendo? ¿Te has vuelto loco?
-Soledad, ¿no te has dado cuenta?
Espinoza nos usó de cebo, y es lo mismo que está haciendo ahora.
-Es
normal que esté confusa, Espinoza es un gran timador. Os habrá contado que fue
él quien descubrió el tesoro. Pero es todo una sucia mentira. Se volvió loco en
Santo Domingo. Hasta hoy pensaba que estaría muerto. Y ahora, hijo, retira la
navaja, os creo. De ese delincuente me puedo esperar cualquier cosa. Bueno,
pronto amanecerá. Pronto, la denuncia no pesará sobre vuestros hombros, sino
sobre los de Espinoza.
Soledad
no sabía qué creer. Estaba clarísimo que el Marqués acababa de engañarlos: si
legalmente Espinoza estaba muerto, Salar
y Garduña no podría denunciarlo. No le convenía.
-Verá señor, Espinoza nos espera
afuera, con Eduardo, con quien ha estado aliado desde el principio.
-¿Ese muchacho? ¿Con Espinoza a
las afueras de mi casa? ¡Guardias!
Soledad contenía la respiración. Una pequeña
duda asaltó su mente. Eduardo. Traicionándola. Sería más de lo que podría
soportar.
Y ya ningún bando era bueno.
Ninguna opción la mejor.
*
De Espinoza no se veía ni el pelo.
Era el único que había conseguido escapar, sin siquiera poder seguirle el
rastro. Se había desvanecido, como el humo con el viento.
La
calle seguía desierta, a pesar del escándalo formado. Aunque no era de extrañar.
La gente de Sevilla se había acostumbrado a las peleas de taberna al alba, así
que no se molestaba por cualquier escaramuza.
Los soldados inmovilizaron a
Eduardo. Y a Soledad.
-¿Qué hacen? Soltadla, esto no
estaba en el trato.
-No-.
El Marqués le contestó a José de forma tajante-. Tu hermana ha caído en las
mentiras de ese hombre- aclaró señalando a Eduardo con la cabeza-, ese que es
igual de rastrero que su padre-. Soledad y José
miraron a Eduardo sorprendidos. Este agachó la cabeza-.Sí, cuéntales
cómo has estado tramando esto desde el principio, desde que tu madre te contó
qué había sido de él nunca has parado de buscarlo, siguiendo la estúpida
esperanza de que siguiera vivo. Pues bien, ya puedes estar contento muchacho.
Lo lograste. Lástima que te quede tan poco tiempo para saborear tu triunfo.
Eduardo miró a Soledad con pasión, como
si lo único que importara en ese momento fuera que le creyera, como si todo su
mundo fuera a desvanecerse bajo sus pies si no lo hacía.
-Yo no sabía que
era mi padre. Mientras vosotros entreteníais al Marqués, Espinoza logró llegar
hasta la habitación donde mi madre, la india que los guió en Santo Domingo y
que volvería a España con él, permanece encerrada. Los oí mientras hablaban a
través de la puerta, cómo sus voces desesperadas se entremezclaban con promesas
de rescates y reencuentros. Entonces fue cuando entendí que era él, mi padre. Cuando
Espinoza se enteró de que Salar y Garduña la mantuvo presa durante todo este
tiempo y que tenía un hijo al que jamás
vio crecer, se alejó hecho una furia. Con ese sigilo del que sabe que dejarse
llevar por la ira solo perjudica las cosas, entró al despacho e intentó,
mientras todo estaba en penumbras, robar la llave de la que dependía la
libertad de mi madre y que colgaba del cuello de ese malnacido. Pero había
sufrido demasiado, eran muchos los años que había soñado con vengarse, y
aquellos desvelos tan recientes hicieron que perdiera el sentido. Acabó
dejándose llevar por sus deseos de venganza, y olvidándose de la llave. Yo lo
seguí hasta el despacho, y al ver todo aquello entendí que las culpas caerían
sobre vosotros, y no podía dejar que lo que solo era entre mi padre y Salar
acabara perjudicándoos. Pero no sabía qué había sido de él, y nos necesitábamos
para salir bien parados de esta. Así que era necesario que fuerais a prisión
para que él actuara. Porque siendo un capitán de la Armada, su orgullo no iba a
dejar que dos muchachos purgaran sus culpas. O eso esperaba, porque de todas
formas, no tenía alguna opción mejor. Pero al fin, mi única esperanza dio
resultado. Mientras planeábamos el rescate le conté toda la verdad. Y el resto
de esta historia, ya la conocéis.
-Dejaos de majaderías. Demasiado
benevolente estoy siendo. Bastante que te perdone la vida a ti, gitano. En
cuanto a tu hermana vete despidiendo, a no ser que quieras unírtele en el
infierno, a donde van los de vuestra raza.
La
sangre de Soledad hirvió por dentro. Odiaba que hablaran de ella como si no lo
escuchara, como si las mujeres fueran animales sin juicio. Pero ella era mucho
más inteligente. Y aunque aun estuviera asimilando todo aquello, tenía un plan.
-Salar
y Garduña, yo que usted no hablaría tan rápido. Tengo la llave.
La cara del Marqués cogió un color morado, el
de la irá al acumularse. El juego había comenzado. Soledad tan solo podía
esperar que todo saliera como lo había planeado. Y que sucediera un milagro.
-Me
estas engañando gitana, la llave pende de mi cuello.
Este sacó la cadena de oro convencido, pero
al final de los ostentosos eslabones no había nada. Absolutamente nada.
-Tú-dijo
a José con la voz cargada de ira.-Regístrala y devuélveme la llave. Después
mátala.
José se acercó diligente hacia ella y la agarró,
imposibilitándole huir. Soledad distinguió un brillo muy cambiado en aquellos ojos
fríos, iguales a los suyos. Una mirada tan lejana, que no pudo entender que
fuera sangre de su sangre.
Entonces
sonó un escopetazo desde un tejado cercano. La figura de Espinoza se recortó
sobre el amanecer.
-¡Es
él! ¡Que no escape!
El Marqués estaba tan furioso con su antónimo
que pareció olvidarse de los otros. Eduardo consiguió liberarse de sus cautivadores.
Soledad se debatió con ímpetu y las manos de José la soltaron. Volvió a mirar
sus ojos de espejo, pero él no pronunció palabra, ni hizo nada por seguirla
cuando salió corriendo y se perdió entre los callejones.
Salar
y Garduña gritó de rabia. Se volvió hacia José.
-Busca al resto
de mi servicio. Que todos los hombres se armen y corran tras ese malagradecido y
tu maldita hermana gitana. Quiero esa llave. Y si quieres sobrevivir, mátala.
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