jueves, 23 de agosto de 2012

Venganza de un marinero muerto. Parte III


La sangre se aclaraba a medida que se mezclaba con el agua del río.
Las voces seguían retumbando a su alrededor, a través del muelle. El pañuelo empapado entre sus dedos era lo único que seguía siendo coherente. Las sombras se revolvían en su mente, y no estaba aun tan perdida como para no sentir el dolor lacerante en su hombro y no entender lo que significaba. Ya debía estar cerca de morir, porque su mente desvariaba. Le pareció oír la voz de Eduardo junto a su oído, y sus brazos rodearla con ternura, sacándola  poco a poco del lugar en el que estaba ahogándose. Alargó su mano hacia aquel bello rostro, y sintió el tacto de su mejilla, rasposa. La muerte era mucho más real y apetecible de lo que jamás habría imaginado.
-Soledad, deja de decir estupideces, no estás muerta. Vamos, tenemos que salir de aquí.
             Se dejó arrastrar por él, sin fuerzas para mover ni un solo palmo de su cuerpo.
-Tu hermano me ha dado un susto de muerte. El cabrón tiene puntería.
             -No entiendo por qué está haciendo todo esto. Aunque el Marqués se saliera con la suya no dejaría vivo a José, sabe demasiado.
Eduardo la sacó del agua, y llevándola en brazos se acercaron al lugar de donde procedían las voces.
             -Espinoza ya ha empezado el juego. Y Salar y Garduña no tendrá más remedio que seguirlo. Se batirán en duelo.
*
-Pronto la guardia vendrá al alboroto y no lo dejará pasar como una simple pelea de taberna. Y no te conviene, Joaquín de Salar y Garduña. El problema es entre nosotros.
-Qué más da Espinoza. Que hayas vuelto de entre los muertos no significa que vayas a estar mucho tiempo lejos de ellos. Así que solucionémoslo cuanto antes.
-Al igual que los cobardes nunca dejarán de ser cobardes. Yo no olvido, Salar. Y tampoco perdono. Pero en eso estamos de acuerdo: démonos prisa. Mi padrino- mencionó Espinoza, señalando a Eduardo.
-El mío-le imitó Salar, cogiendo a José bruscamente de la sucia camisa.
*
El disparo resonó en el temprano amanecer.
Segundos más tarde un cuerpo se desplomó en el frío suelo. Solo un gritó resonó en el aire. Pero no un grito de alegría, de alivio, ni de dolor. Un grito de rabia. Y no precisamente de la persona que yacía en el suelo, sino del que había apretado el gatillo.
*Días más tarde:
La brisa del Atlántico les azotaba en la proa del barco. Soledad abrió los ojos lentamente, cegada por la luz del límpido sol. A su vera reconoció a Eduardo, que la observaba fijamente, y poco más lejos a Espinoza, que agarraba a una bella mujer por el costado, asomados a la baranda.
-¿Qué ha pasado?- preguntó débilmente. A sus cuerdas vocales le costó bastante encontrar su voz, como si llevara semanas sin pronunciar palabra. Y quizá así fuera.
- Tras el duelo, Espinoza recogió la llave que llevabas en el pañuelo y corrió a liberar a mi madre, su testigo. Pero tú morías, y no había tiempo que perder. Así que Espinoza cogió todo el oro que pudo de la mansión, oro que verdaderamente le pertenecía. Pagamos un barco hacia América y un médico que ha venido con nosotros. Los somníferos te han mantenido inconsciente durante unos días, pero ya estás curada. Solo tienes que reposar. Tu hermano tuvo buena puntería, aunque pudo haber sido peor.
Soledad se incorporó sobresaltada. Aunque se mareó tanto que tuvo que volver a recostarse sobre los mullidos almohadones.
             -Mi hermano no es como creéis. No nos traicionó. Él le quitó la llave al Marqués y me la dio cuando debía registrarme. Después me dejó huir. Podría haberme matado si hubiera querido, si me dio en el hombro fue para seguir con la farsa. Dios, ¿qué ha sido de él? ¿Sigue vivo?
-¿Preguntas por mí hermana?-José se acercó a ella y la sumió en un abrazo. Cuando la soltó ésta se percató horrorizada de la larga cicatriz aun fresca que recorría el descubierto brazo de José, cubierto en algunas zonas por una venda manchada de un oscuro color vino. Soledad los miró sin entender.
-Tranquila, tan solo es un pequeño arañazo. Cuando entramos a por el oro y a por la madre de Eduardo, no fuimos tan sigilosos como hubiéramos deseado. Y por suerte lo que aquel guardia encontró a mano fue una espada, y no un fusil.
Ella se tapó la boca espantada al fijarse en las oscuras manchas que se transparentaban, continuando por debajo de la camisa, sobre el pecho de su hermano.
-Yo me quedé contigo, y José fue con mi padre.
-¿Cómo no desconfiasteis de él con lo que había hecho? ¡Vosotros no sabíais nada!
             -Salar y Garduña murió en el duelo- le aclaró Eduardo-. José le entregó el arma sin cargar.
-Aunque a mí no me hiciera ninguna gracia. Yo quería un duelo justo. Quería sentirme liberado de esa carga.
             -No merece la pena que te preocupes por él- se volvió Eduardo hacia su padre-. Olvídalo y pasa página Espinoza. No le debes nada. Ya no hay deudas pendientes.
Es inexplicable como nuestra conciencia nos impone penitencias. Metas basadas en los recuerdos, en el dolor, en los remordimientos. Nos ata con estereotipos y prejuicios que lo son todo, porque sin ellos, nada tendría sentido. Y cuando uno se libera de todo eso, del odio y de la ansiedad por conseguir aquello que se propone el ser humano como motivo de su existencia, nos quedamos vacíos, libres para entender el mundo con otros ojos. Para no mirar más al pasado, hacer borrón y cuenta nueva.
Espinoza volvió el rostro al sol poniente. Tenían razón. Ahora no tenía ninguna deuda pendiente.
Una nueva noche se acercaba, que daría paso a un nuevo día. Un nuevo día en el Caribe. En su América, la tierra de los soñadores.
-Echaré de menos a España. Siempre la echaré de menos. Pero creo que me acordaré bastante poco de ella.                                       
Porque lo que no sabía Salar y Garduña, lo que solo conocieron Espinoza y su india, era que la mayor parte del gran tesoro que no pudieron cargar en su pequeña Carmen, les aguardaba en Santo Domingo, esperando a su descubridor.

Venganza de un marinero muerto. Parte II


*Días antes:
Aquel hombre era justo lo que estaba esperando. Su pierna cojeaba, y bajo la oscura capa que le cubría el hombro derecho podían verse las vendas de un cabestrillo que le envolvía el brazo. Una fina y larga cicatriz le cruzaba el rostro, desde la mejilla a la ceja, oculta en parte por una barba de varios días y por el sombrero de ala ancha. Bajo ese rastro de polvo y sudor seco que cubría su tez se adivinaban unas facciones distinguidas.  Aunque ellos aun no lo supieran, se llamaba Roberto Espinoza.
-¿Has visto eso?
El susurro triunfal de José en su oído le hizo estremecerse. Definitivamente, era su día de suerte. Aquel hombre llevaba una bolsa, pequeña y bien cerrada, colgada del cinturón. Entre los pliegues de la ruda tela sonaba el inconfundible sonido del oro al chocar.
Ella comenzó a acercarse según lo planeado.  José desapareció.
El hombre paró su pesado andar y le dirigió la vista. Para desconcierto de la gitana, no reaccionó como todos aquellos con los que solía tratar. Sus oscuros ojos la examinaron sin reparo, como si no le detuviera ninguna barrera física para adentrarse en su mente y saber lo que estaba pensando. Y saberlo todo.
- Caballero, puedo ver su futuro, saber su pasado y tejer su presente.
Soledad le cogió la mano sin esperar respuesta. La tenía estropeada, como la de tantos marineros que habían pasado por su ojo avizor. Había aprendido a distinguir mucho de cada persona. Y aquel hombre había sido marinero. Sus manos tenían la marca del mar. Y de los años. Aunque realmente parecía mucho más joven de lo que sus ojos decían. Y tras media vida comprobando como miente el ser humano, siguiendo siempre los mismos patrones, los mismos motivos, era fácil adivinarlo.
-Disculpe señor, ¿una limosna?
El muchacho de piel morena y ojos verdosos que se les había acercado podría ser poco mayor que ella. Un muchacho muy parecido a José.
Segundos después, todo había cambiado. José tenía una navaja castellana apoyada en la mejilla y sus brazos se retorcían tras su espalda, envueltos por la otra mano de aquel caballero. Técnicas demasiado expertas para un simple marinero.
Soledad tembló al ver la punta de la daga hundirse ligeramente en la piel de su única amistad. De su única familia.
-No le haga daño, por Dios.
Espinoza pareció atisbar sus miradas preocupadas y entre carcajadas soltó a José.
-¿De verdad creéis que no sabía lo que iba a suceder? Pero si sois idénticos. Es evidente que sois hermanos. Hasta ahora debéis de haber tratado con hombres o muy confiados, o verdaderamente torpes.  Por cierto muchacho, ya es hora de me devuelvas ese saco.
José, desconfiado, le hizo caso y después retrocedió junto a Soledad, salvajes pero precavidos.
-Os tengo una propuesta con la que podríais haceros ricos. Conoceréis al Marqués de Salar y Garduña.
*
Las puertas del palacio se abrieron ante ellos. Los mármoles traídos de Asia, la madera africana y las alfombras de Persia se combinaban con un fuerte olor a especias de la India. La luz del patio de azulejos sevillanos los recibió junto al sonido de la fuente y a los detalles moriscos.
La sirvienta les acompañó hacia unas puertas de roble altas hasta el techo.
 El despacho era como un puzzle reducido de la casa: con piezas de decoración de todos los rincones del mundo. Y el Marqués de Salar y Garduña vestía y  poseía el mismo porte de exagerada elegancia que rezumaba la habitación.
-Contadme.
-Señor, como su sirvienta le habrá contado, soy una de las adivinas más célebres de todo Sevilla, y en estos días no he dejado de tener premoniciones sobre usted y su pequeño secreto. Pero para ahorrarle a su eminencia disgustos, debería leerle la mano.
Soledad cruzó los dedos. Ojalá a José le diera tiempo de robar bastante, antes de que le preguntara por ese secreto que no sabían. Sus ojos brillaron, misteriosos como siempre. La sonrisa del Marqués tembló un instante, pero tras calcular que no le resultaría ninguna gran pérdida, ésta volvió a su lugar acostumbrado de agradable suficiencia. Con un gesto de Soledad, José se dirigió hacia los amplios ventanales que daban a la fuente y de varios bruscos tirones sumió la habitación en penumbras.
Soledad cogió su mano y comenzó a trazar las líneas de su rasgada piel. Eran manos extrañas para un Marqués. No eran suaves o grasientas, como se imaginaba, si no que estaban llenas de grietas y cicatrices, rastros de un trabajo duro y continuado, un trabajo cercano al mar, cuya sal abre los poros y raya la piel. Una mano que no pudo evitar recordarle la de Espinoza.
Soledad apenas se percató de la sombra que se cernió sobre el Marqués, quien se derrumbó sobre el escritorio manchándolo de sangre, con una navaja clavada en la espalda.
-¡Dios!-gritó Soledad echándose hacia atrás.
No estaban solos. Junto a la otra ventana les dio tiempo a reconocer la sombra que huía. Era Espinoza. Sus miradas se encontraron un instante antes de que se perdiera tras saltar por el balcón cerrado, rompiendo en diminutos añicos el amplio ventanal.
*
Dos segundos más tarde, durante los cuales solo fue consciente de la presión de la mano de José en su brazo mientras tiraba de ella, escucharon el sonido de su salvación.
Un muchacho de unos veinte años los llamaba en susurros desde una pequeña puerta medio oculta. Cuando se cerró tras ellos, Soledad comenzó a despejarse. Aunque la tensión no era peor que la ira que la inundó.
                -No hay tiempo. Si seguís por esas escaleras llegareis a la calle de atrás. No os descubrirán si sois lo suficiente rápidos en alejaros de aquí.
*
                La noche había vuelto a ponerse sobre Sevilla. Las calles animadas y llenas de transeúntes acababan de adaptar sus atracciones a otro tipo de público. Al cruzar una esquina, dos personas envueltas en unas extrañas capas agarraron a Eduardo, atenazándolo como si tuvieran pinzas en vez de manos. Cuando la luz de un pequeño candil que colgaba de la pared iluminó lo suficiente como para distinguir los rasgos felinos de sus rostros y sus ojos de un verde idéntico, clavó los pies en seco.
                -Eh, ¿qué se supone que estáis haciendo?
                -Tú nos salvaste. Tú nos sacaste del palacio. Nosotros no matamos al Marqués. Tienes que ayudarnos.
                 Eduardo los contempló en la penumbra que inundaba el callejón. A José le brillaban los ojos, amenazadores. La gitana tenía el pelo enmarañado, cayendo sobre su rostro en una cascada salvaje, y sus cejas se inclinaban haciendo pensar que de negarse no le esperaría nada bueno. Pero había algo en sus miradas que lo descolocó. En sus ojos había orgullo, un orgullo que lo da la supervivencia dolorosa del que solo se tiene a sí mismo, del que siempre ha salido adelante. Ese orgullo que se forja en el alma, que hace que duela no valerse por uno mismo, que duela necesitar a alguien ajeno. Ese orgullo que demuestra que si estaban allí, pidiendo ayuda, era porque estaban tan perdidos y tenían un miedo tan grande que no se atrevían a sobreponerlo a la vergüenza que aquello les causaba.
                -¿Nos ayudarás?-le preguntó la muchacha.
*
                Los habían encerrado en la Cárcel Real. En cuanto entraron la separaron de José. Mujeres por un lado, hombres por otro.
                Cuando la noche llegó no sabía cuánto tiempo podría llevar sin pronunciar palabra, sin cambiar la expresión indiferente de su rostro. Desde que entró no había dejado de darle vueltas a una sola cosa. “Hacedme caso, forma parte del plan, no os preocupéis”. Maldito Eduardo. ¿Para qué los había sacado del despacho del Marqués si ahora los mandaba a la cárcel?
                Al fin, todo daría igual, porque mañana al mediodía les esperaría la horca.
*
                Soledad abrió los ojos lentamente. Dio un brinco. Al otro lado de la puerta había un hombre envuelto en una túnica, impidiendo la vista de su rostro sumido en penumbras. Lo observó mientras abría el candado con la llave maestra.
                -Gitana, date prisa. ¿Piensas podrir tus bonitos huesos aquí en la cárcel? Vamos, me estoy jugando el cuello por sacarte de aquí.
                -¡Maldito ingrato!-exclamó en un susurro, hirviéndole la sangre-¡Mi hermano y yo estamos culpados de un asesinato en lo que no tuvimos nada que ver! Nos ajusticiarán por tu culpa y encima, ¿te debemos algo?
                Espinoza se acercó a ella y la cargó sobre su hombro sin que apenas pudiera resistirse.
                Dos minutos después se encontraban a las puertas de la cárcel. Ella se dejaba yacer sobre los brazos del supuesto monje que la sostenía, haciendo todo lo posible porque los oficiales no se dieran cuenta del timo.
                -Eh, padre. No tanta prisa. ¿Quién es? ¿Por qué ha venido a recogerla?
                -Una pobre difunta. Su madre, que murió beata en mi convento, me pidió que cuidara su desviación, algo que pesará en mi conciencia toda la eternidad, pues pequé en mi promesa y no logré cumplirla. Su Señoría me concedió el permiso de compensar mi error con honrar a la criatura en su muerte.
                -Por Dios Murillo, no sea mamón. ¿A un siervo del Señor va a pedirle más explicaciones? Padre puede irse.
*
 La taberna no estaba muy concurrida. Los cuatro se sentaron en una mesa apartada.
                -Os mandé a la cárcel porque era la única forma de que Espinoza se dignara a ayudarnos. Él no sabía que yo lo había planeado, pero sin él no podríamos hacer nada. Y ahora tendremos que trabajar juntos, porque a todos nos interesa.
                -El Marqués no está muerto. Ahora mismo está en su mansión, dispuesto a todo por vuestras cabezas. Pero aunque os engañara con la finalidad del plan, lo siento. No era mi intención que os vierais involucrados de esa manera.
                - Si quiere arreglarlo, solo debe entregarse- le contestó Soledad a Espinoza, ofuscada.
                -Ojalá fuera tan fácil. Pero no puedo, porque ya estoy muerto. Hace más de veinte años, zarpé a América, capitaneando la Carmen. Llegamos a la isla de Santo Domingo, donde una muchacha que conocía nuestro idioma nos contó la historia de un tesoro pirata escondido en las colinas. Partimos en su busca, y tras meses sin éxito tuvimos que regresar. Pero yo no me rendía. Aquella india me guió, y una tarde ya próxima al anochecer, cuando apenas se apreciaba el color de la tierra, nos guarecimos en una gruta angosta a esperar al día.  Entonces trasví un brillo dorado, y montañas de oro aparecieron ante nuestros ojos.
                Dos semanas después partimos rumbo a Cádiz. Mi contramaestre, valiéndose de sucios engaños, logró un motín, y me tiraron por la borda. Cuando abrí los ojos me encontré preso en un barco de corsarios británicos. Me permitieron seguir con vida si trabajaba para ellos y tras largos años regresé a España.
                Lo único que había estado en mi mente todo ese tiempo era regresar a mi tierra y saldar las cuentas pendientes. Cuando fui a anunciarme en la armada me trataron de loco. Porque Roberto Espinoza había muerto en alta mar. Mi contramaestre, con el tesoro, compró un título nobiliario. Se ha hecho una personalidad bastante importante en Sevilla. Es el Marqués de Salar y Garduña.
*
                -¿Y por qué no lo denuncia?
         -Bonita, para denunciar hacen falta pruebas, y tras veinte años y múltiples cicatrices mi cara ya no es una de ellas. Aquí hay mucho dinero y poder de por medio, los que me han reconocido tienen miedo de identificarme. Si me seguís en esto, conseguiré demostrar quién soy, y toda la verdad de lo que aconteció en Santo Domingo. Una vez que el Marqués esté preso, a vosotros os dejarán en paz-.Los tres intercambiaron miradas vacilantes, y como el que calla otorga, Espinoza lo tomó como un sí-.De acuerdo. Será esta noche. Solo hay alguien que me identificaría. Y Salar la mantiene prisionera en el sótano de su palacio. La llave es una reliquia del tesoro que cuelga de su cuello. Traédmela.
*
                -Yo voy.
                -No digas incongruencias, esto no es trabajo para una mujer.
                La noche hacía poco que brillaba sobre ellos, puntillada de oscuras estrellas. El ancho palacete se recortaba, sus muros ambarinos, sobre el manto negro que lo cubría. Pocas luces rugían mientras poco a poco se apagaban, hasta que dentro de aquellas lindes ya no quedó ninguna antorcha prendida, ningún candil con aceite.
                -¿Nunca has escuchado eso de que las mujeres en alta mar atraen la mala suerte? Pues pienso lo mismo de en tierra.
                Observaron como José saltaba las rejas de punta de lanza que lo distaban del interior del jardín sin apenas rozarse. Mientras tanto, Soledad y Espinoza seguían discutiendo.
                -Estupideces. No pienso quedarme de brazos cruzados.
*
Los pasillos estaban vacíos. Todas las paredes se movían con las sombras de los árboles que se deslizaban como invitados a través de la ventana. 
                Soledad y José caminaron en absoluto silencio, descalzos sobre el frío suelo de mármol, hasta llegar a unas altas puertas de nogal blanco y bastidor de caoba.
                El Marqués de Salar y Garduña dormía plácidamente en su lecho. José se le acercó y le colocó un cuchillo en el cuello al mismo tiempo que le tapaba la boca, impidiéndole gritar. Soledad retrocedió. Eso no estaba en el plan.
                -No fuimos nosotros quienes intentamos asesinarle. Lo hizo Roberto Espinoza.
                -Está vivo…-susurró el Marqués, abriendo los ojos de par en par.
                -Por Dios, José, ¿Qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loco?
                -Soledad, ¿no te has dado cuenta? Espinoza nos usó de cebo, y es lo mismo que está haciendo ahora.
                -Es normal que esté confusa, Espinoza es un gran timador. Os habrá contado que fue él quien descubrió el tesoro. Pero es todo una sucia mentira. Se volvió loco en Santo Domingo. Hasta hoy pensaba que estaría muerto. Y ahora, hijo, retira la navaja, os creo. De ese delincuente me puedo esperar cualquier cosa. Bueno, pronto amanecerá. Pronto, la denuncia no pesará sobre vuestros hombros, sino sobre los de Espinoza.                                                                                                                                                                 
                Soledad no sabía qué creer. Estaba clarísimo que el Marqués acababa de engañarlos: si legalmente Espinoza estaba muerto,  Salar y Garduña no podría denunciarlo. No le convenía.
                -Verá señor, Espinoza nos espera afuera, con Eduardo, con quien ha estado aliado desde el principio.
                -¿Ese muchacho? ¿Con Espinoza a las afueras de mi casa? ¡Guardias!
                Soledad contenía la respiración. Una pequeña duda asaltó su mente. Eduardo. Traicionándola. Sería más de lo que podría soportar. 
                Y ya ningún bando era bueno. Ninguna opción la mejor.
*
             De Espinoza no se veía ni el pelo. Era el único que había conseguido escapar, sin siquiera poder seguirle el rastro. Se había desvanecido, como el humo con el viento.
             La calle seguía desierta, a pesar del escándalo formado. Aunque no era de extrañar. La gente de Sevilla se había acostumbrado a las peleas de taberna al alba, así que no se molestaba por cualquier escaramuza.
             Los soldados inmovilizaron a Eduardo. Y a Soledad.
             -¿Qué hacen? Soltadla, esto no estaba en el trato.
             -No-. El Marqués le contestó a José de forma tajante-. Tu hermana ha caído en las mentiras de ese hombre- aclaró señalando a Eduardo con la cabeza-, ese que es igual de rastrero que su padre-. Soledad y José  miraron a Eduardo sorprendidos. Este agachó la cabeza-.Sí, cuéntales cómo has estado tramando esto desde el principio, desde que tu madre te contó qué había sido de él nunca has parado de buscarlo, siguiendo la estúpida esperanza de que siguiera vivo. Pues bien, ya puedes estar contento muchacho. Lo lograste. Lástima que te quede tan poco tiempo para saborear tu triunfo.
Eduardo miró a Soledad con pasión, como si lo único que importara en ese momento fuera que le creyera, como si todo su mundo fuera a desvanecerse bajo sus pies si no lo hacía.
-Yo no sabía que era mi padre. Mientras vosotros entreteníais al Marqués, Espinoza logró llegar hasta la habitación donde mi madre, la india que los guió en Santo Domingo y que volvería a España con él, permanece encerrada. Los oí mientras hablaban a través de la puerta, cómo sus voces desesperadas se entremezclaban con promesas de rescates y reencuentros. Entonces fue cuando entendí que era él, mi padre. Cuando Espinoza se enteró de que Salar y Garduña la mantuvo presa durante todo este tiempo y  que tenía un hijo al que jamás vio crecer, se alejó hecho una furia. Con ese sigilo del que sabe que dejarse llevar por la ira solo perjudica las cosas, entró al despacho e intentó, mientras todo estaba en penumbras, robar la llave de la que dependía la libertad de mi madre y que colgaba del cuello de ese malnacido. Pero había sufrido demasiado, eran muchos los años que había soñado con vengarse, y aquellos desvelos tan recientes hicieron que perdiera el sentido. Acabó dejándose llevar por sus deseos de venganza, y olvidándose de la llave. Yo lo seguí hasta el despacho, y al ver todo aquello entendí que las culpas caerían sobre vosotros, y no podía dejar que lo que solo era entre mi padre y Salar acabara perjudicándoos. Pero no sabía qué había sido de él, y nos necesitábamos para salir bien parados de esta. Así que era necesario que fuerais a prisión para que él actuara. Porque siendo un capitán de la Armada, su orgullo no iba a dejar que dos muchachos purgaran sus culpas. O eso esperaba, porque de todas formas, no tenía alguna opción mejor. Pero al fin, mi única esperanza dio resultado. Mientras planeábamos el rescate le conté toda la verdad. Y el resto de esta historia, ya la conocéis.
-Dejaos de majaderías. Demasiado benevolente estoy siendo. Bastante que te perdone la vida a ti, gitano. En cuanto a tu hermana vete despidiendo, a no ser que quieras unírtele en el infierno, a donde van los de vuestra raza.
                La sangre de Soledad hirvió por dentro. Odiaba que hablaran de ella como si no lo escuchara, como si las mujeres fueran animales sin juicio. Pero ella era mucho más inteligente. Y aunque aun estuviera asimilando todo aquello, tenía un plan.
                -Salar y Garduña, yo que usted no hablaría tan rápido. Tengo la llave.
   La cara del Marqués cogió un color morado, el de la irá al acumularse. El juego había comenzado. Soledad tan solo podía esperar que todo saliera como lo había planeado. Y que sucediera un milagro.
                -Me estas engañando gitana, la llave pende de mi cuello.
   Este sacó la cadena de oro convencido, pero al final de los ostentosos eslabones no había nada. Absolutamente nada.
                -Tú-dijo a José con la voz cargada de ira.-Regístrala y devuélveme la llave. Después mátala.
                José se acercó diligente hacia ella y la agarró, imposibilitándole huir. Soledad distinguió un brillo muy cambiado en aquellos ojos fríos, iguales a los suyos. Una mirada tan lejana, que no pudo entender que fuera sangre de su sangre.
                Entonces sonó un escopetazo desde un tejado cercano. La figura de Espinoza se recortó sobre el amanecer. 
                -¡Es él! ¡Que no escape! 
                El Marqués estaba tan furioso con su antónimo que pareció olvidarse de los otros. Eduardo consiguió liberarse de sus cautivadores. Soledad se debatió con ímpetu y las manos de José la soltaron. Volvió a mirar sus ojos de espejo, pero él no pronunció palabra, ni hizo nada por seguirla cuando salió corriendo y se perdió entre los callejones.
Salar y Garduña gritó de rabia. Se volvió hacia José.
-Busca al resto de mi servicio. Que todos los hombres se armen y corran tras ese malagradecido y tu maldita hermana gitana. Quiero esa llave. Y si quieres sobrevivir, mátala. 

Venganza de un Marinero Muerto. Parte I


Las noches de Sevilla siempre son misteriosas. El olor del Guadalquivir inunda constantemente las estrechas callejuelas, cargándolas de un pesado atisbo de aventura.
Pero aquella noche en especial los aromas de las mercancías traídas de las Américas le resultaron demasiado intensos al cruzar corriendo la fachada del Archivo de Indias. El ruido de los ratones que correteaban por las andrajosas esquinas le era muchísimo más perceptible. Aquella noche todos sus sentidos estaban agudizados. El sonido que hacían sus pies descalzos al tocar el suelo, el repiqueteo de las  monedas que colgaban de su cintura, rodeándola de un indeseado rastro sonoro. Pero ella sabía escabullirse, esconderse, hacerse una sombra. De hecho, la mitad de su vida se había basado solo en eso.
Sin dejar de correr se desató el fino pañuelo de la cintura y envolvió con él aquello que se deslizaba entre sus manos sudorosas. Aquello por lo que corría.
Tras cruzar la plaza del Archivo volvió a hacerse invisible entre los callejones de la ciudad. La constante agitación que le acosaba le impedía dejar de mover los pies. Cada vez que veía un soldado de la Guardia Real le daba un vuelco el corazón, porque aunque ellos jamás averiguaran por qué huye, una gitana corriendo nunca es de fiar en esta España.
Pero había otros que la buscaban, y lo único que le distaba de ese final, era el tiempo. Un tiempo demasiado escurridizo.                   -¡Está ahí! ¡Cogedla!
Sus piernas temblaron al escuchar la conocida voz. Y no pudo reponerse del tropiezo. Cayó al suelo hecha un ovillo. Su poco peso, sus delgados huesos y su poca carne apenas sonaron mientras su mente se debatía entre el miedo y la inconsciencia. Entre rendirse o seguir luchando.
Echó a correr como un rayo, todo lo que le permitía su cuerpo, ágil y ligero, aunque quizá no lo demasiado veloz como para escapar al destino.
La cabeza le daba vueltas y la adrenalina ya no ayudaba a atenuar el cansancio físico. Pero por fin vio su salvación. El puerto.
Las carabelas se erguían imponentes, envueltas en la oscuridad. Parecían pájaros dormidos, con sus coloridos adornos apagados y sus alas, las que en su vuelo empuja el viento y que ahora se recortaban blancas contra el oscuro cielo, recogidas hasta la alborada. Sus sentidos se habían embotado, porque ni siquiera oyó el balazo. Pero su hombro sí que sintió como le rasgaban la piel, como su sangre se derramaba.
Ya estaba en el muelle, y antes de dejarse caer, saltó al río. Aun podría intentar perderse entre los recovecos de la orilla. Podría morir antes que la encontraran, y así la pequeña llave dorada que llevaba envuelta en su pañuelo se perdería para siempre con ella.
-Encontradla. Aunque esa gitana se esconda, no podrá ocultar el rastro de su sucia sangre.
Soledad no pudo dejar de asombrarse. Era la voz de su hermano.

sábado, 11 de agosto de 2012

Improvisación armada. Improvisación amada.

Crueles finales, míseros segundos que te eximen de seguir respirando, que te elevan al fragor de una pasión visceral y loca. Momentos estoicos en los que no piensas en nada, y al mismo tiempo lo estimas todo.
Frases, palabras, que significan cosas, que significan un todo y se revuelven formando nuestra identidad, virtual, descarrilada en un abismo profundo, dándole un sentido a esta existencia vacía, y que por ello mismo merece ser existencia, y merece ser vivida. Bebida como las gotas últimas de la pócima de tu salvación,una salvación subjetiva. Como lo es la vida. Como la vida, un desfile interminable de notas sin sentido, que nunca se acaban, que nunca se desafinan. Solo en aquellos míseros instantes en los que tu mundo se tambalea, y que solo duran segundos inestimables.
 Segundos que son silencios, son vacíos,
que a uno le parten el alma,
que a uno le dejan sombrío.

sábado, 4 de agosto de 2012



Este es un comienzo. Mi comienzo. Vuestro comienzo. Y como digno inicio de algo grande, os propongo un acertijo que os cambiará la manera de ver el mundo. De verlo de nuevo, un mundo virgen, un mundo etéreo y pleno, ribeteado de palabras que le dan forma a su esencia. Porque nada es lo que parece,  y lo que parece es nada. Lo que hay detrás es mucho más grande. Mucho más complicado y laberíntico. Aquí no os prometo más que un profundo edén, donde podáis disfrutar de todo el Licor de Odín que deseéis, junto a mí,en el prado de las gaviotas ;P