jueves, 23 de agosto de 2012

Venganza de un marinero muerto. Parte III


La sangre se aclaraba a medida que se mezclaba con el agua del río.
Las voces seguían retumbando a su alrededor, a través del muelle. El pañuelo empapado entre sus dedos era lo único que seguía siendo coherente. Las sombras se revolvían en su mente, y no estaba aun tan perdida como para no sentir el dolor lacerante en su hombro y no entender lo que significaba. Ya debía estar cerca de morir, porque su mente desvariaba. Le pareció oír la voz de Eduardo junto a su oído, y sus brazos rodearla con ternura, sacándola  poco a poco del lugar en el que estaba ahogándose. Alargó su mano hacia aquel bello rostro, y sintió el tacto de su mejilla, rasposa. La muerte era mucho más real y apetecible de lo que jamás habría imaginado.
-Soledad, deja de decir estupideces, no estás muerta. Vamos, tenemos que salir de aquí.
             Se dejó arrastrar por él, sin fuerzas para mover ni un solo palmo de su cuerpo.
-Tu hermano me ha dado un susto de muerte. El cabrón tiene puntería.
             -No entiendo por qué está haciendo todo esto. Aunque el Marqués se saliera con la suya no dejaría vivo a José, sabe demasiado.
Eduardo la sacó del agua, y llevándola en brazos se acercaron al lugar de donde procedían las voces.
             -Espinoza ya ha empezado el juego. Y Salar y Garduña no tendrá más remedio que seguirlo. Se batirán en duelo.
*
-Pronto la guardia vendrá al alboroto y no lo dejará pasar como una simple pelea de taberna. Y no te conviene, Joaquín de Salar y Garduña. El problema es entre nosotros.
-Qué más da Espinoza. Que hayas vuelto de entre los muertos no significa que vayas a estar mucho tiempo lejos de ellos. Así que solucionémoslo cuanto antes.
-Al igual que los cobardes nunca dejarán de ser cobardes. Yo no olvido, Salar. Y tampoco perdono. Pero en eso estamos de acuerdo: démonos prisa. Mi padrino- mencionó Espinoza, señalando a Eduardo.
-El mío-le imitó Salar, cogiendo a José bruscamente de la sucia camisa.
*
El disparo resonó en el temprano amanecer.
Segundos más tarde un cuerpo se desplomó en el frío suelo. Solo un gritó resonó en el aire. Pero no un grito de alegría, de alivio, ni de dolor. Un grito de rabia. Y no precisamente de la persona que yacía en el suelo, sino del que había apretado el gatillo.
*Días más tarde:
La brisa del Atlántico les azotaba en la proa del barco. Soledad abrió los ojos lentamente, cegada por la luz del límpido sol. A su vera reconoció a Eduardo, que la observaba fijamente, y poco más lejos a Espinoza, que agarraba a una bella mujer por el costado, asomados a la baranda.
-¿Qué ha pasado?- preguntó débilmente. A sus cuerdas vocales le costó bastante encontrar su voz, como si llevara semanas sin pronunciar palabra. Y quizá así fuera.
- Tras el duelo, Espinoza recogió la llave que llevabas en el pañuelo y corrió a liberar a mi madre, su testigo. Pero tú morías, y no había tiempo que perder. Así que Espinoza cogió todo el oro que pudo de la mansión, oro que verdaderamente le pertenecía. Pagamos un barco hacia América y un médico que ha venido con nosotros. Los somníferos te han mantenido inconsciente durante unos días, pero ya estás curada. Solo tienes que reposar. Tu hermano tuvo buena puntería, aunque pudo haber sido peor.
Soledad se incorporó sobresaltada. Aunque se mareó tanto que tuvo que volver a recostarse sobre los mullidos almohadones.
             -Mi hermano no es como creéis. No nos traicionó. Él le quitó la llave al Marqués y me la dio cuando debía registrarme. Después me dejó huir. Podría haberme matado si hubiera querido, si me dio en el hombro fue para seguir con la farsa. Dios, ¿qué ha sido de él? ¿Sigue vivo?
-¿Preguntas por mí hermana?-José se acercó a ella y la sumió en un abrazo. Cuando la soltó ésta se percató horrorizada de la larga cicatriz aun fresca que recorría el descubierto brazo de José, cubierto en algunas zonas por una venda manchada de un oscuro color vino. Soledad los miró sin entender.
-Tranquila, tan solo es un pequeño arañazo. Cuando entramos a por el oro y a por la madre de Eduardo, no fuimos tan sigilosos como hubiéramos deseado. Y por suerte lo que aquel guardia encontró a mano fue una espada, y no un fusil.
Ella se tapó la boca espantada al fijarse en las oscuras manchas que se transparentaban, continuando por debajo de la camisa, sobre el pecho de su hermano.
-Yo me quedé contigo, y José fue con mi padre.
-¿Cómo no desconfiasteis de él con lo que había hecho? ¡Vosotros no sabíais nada!
             -Salar y Garduña murió en el duelo- le aclaró Eduardo-. José le entregó el arma sin cargar.
-Aunque a mí no me hiciera ninguna gracia. Yo quería un duelo justo. Quería sentirme liberado de esa carga.
             -No merece la pena que te preocupes por él- se volvió Eduardo hacia su padre-. Olvídalo y pasa página Espinoza. No le debes nada. Ya no hay deudas pendientes.
Es inexplicable como nuestra conciencia nos impone penitencias. Metas basadas en los recuerdos, en el dolor, en los remordimientos. Nos ata con estereotipos y prejuicios que lo son todo, porque sin ellos, nada tendría sentido. Y cuando uno se libera de todo eso, del odio y de la ansiedad por conseguir aquello que se propone el ser humano como motivo de su existencia, nos quedamos vacíos, libres para entender el mundo con otros ojos. Para no mirar más al pasado, hacer borrón y cuenta nueva.
Espinoza volvió el rostro al sol poniente. Tenían razón. Ahora no tenía ninguna deuda pendiente.
Una nueva noche se acercaba, que daría paso a un nuevo día. Un nuevo día en el Caribe. En su América, la tierra de los soñadores.
-Echaré de menos a España. Siempre la echaré de menos. Pero creo que me acordaré bastante poco de ella.                                       
Porque lo que no sabía Salar y Garduña, lo que solo conocieron Espinoza y su india, era que la mayor parte del gran tesoro que no pudieron cargar en su pequeña Carmen, les aguardaba en Santo Domingo, esperando a su descubridor.

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